INFOCRACIA. CIUDADANÍA Y POLÍTICA EN LA ERA DIGITAL
Preliminar
Hace algún tiempo, un colega universitario me trasladaba la idea de que un reconocido ensayista había escrito el mismo libro diez veces. Esta ácida reflexión me vino a la memoria cuando comencé a leer la última obra del filósofo coreano-alemán. En su capítulo primero (“El régimen de la información”) se reiteran, en efecto, muchas de sus tesis replicadas en algunos de sus numerosos libros publicados en los últimos diez años. Sin duda, Byung Chul-Han es un autor prolífico. Y que, al parecer, vende bien, y tiene su público cautivo. También sus detractores. Personalmente, me parece un autor estimulante, sin perjuicio de que no haya siempre que comulgar con sus tesis. Escribe ideas cortas (tweets filosóficos) que encadena en sus breves trabajos (casi nunca superan las cien páginas); pero que hacen reflexionar. Y esto es lo mejor que se le puede pedir a un filósofo: que sus obras estimulen el intelecto. Las ideas repetidas en el primer capítulo, se despliegan luego (aunque no todas) desde el plano argumental. Las referencias al enjambre digital, a la transparencia, al panóptico digital, a la psicopolítica, y otras tantas, ya estaban plenamente desarrolladas en otros libros anteriores, así como algunos aspectos conclusivos: la comunicación digital como comunicación que no crea comunidad; idea también ya expresada en uno de sus últimos libros sobre los ritos.
Sin embargo, la obra que ahora se reseña contiene algunas novedades relevantes en su trazado argumental, que profundizan surcos anteriores. El mayor inconveniente procede, como siempre, de que sus ideas se expresan a modo de sentencias lapidarias, necesitadas algunas veces de matices o explicaciones adicionales. Pero, la brevedad de sus libros, donde quizás radica buena parte de su éxito, no permite más florituras. Sus primeras obras eran más crípticas y profundas, las últimas no están exentas de esas cápsulas argumentales que dejan abiertas dudas y reflexiones. Estimulante.
Ciudadanía en la era digital
No es el objeto del libro, como su propio subtítulo delata; pero esta obra tiene -siguiendo la estela de otras anteriores- importantes reflexiones sobre el papel del ciudadano en la sociedad digital, que nuestras instituciones tratan de ensalzar sin conseguirlo plenamente.
La visión del autor es muy crítica. Conecta con la ideal del capitalismo de vigilancia, extensa y magistralmente tratada por Shoshana Zuboff , a quien por cierto solo una vez cita y no en este punto. Carissa Véliz también se ha ocupado recientemente de este tema. De la mano una vez más de Foucault, reconoce que la sociedad de la vigilancia disuelve el régimen disciplinario, produciendo una “sensación de libertad”, que esconde un nuevo régimen de dominación, aparentemente mucho más blando, pero más efectivo; en el que colabora esta sociedad de la transparencia (propia de la prisión digital) y una “dominación despiadada de la información”. La vigilancia y el castigo dan paso a la motivación y a la optimización. Todos los internautas se sienten libres. Aunque no lo sean. Es la era de la comunicación sesgada. También de las emociones y de la ira. Que todo se mezcla en el espacio digital.
Prolifera así la estulticia colectiva, manifestada en esa figura emergente que con tanta fuerza ha arraigado en el universo digital como es la de los influencers. No es dato menor que un tercio de los jóvenes españoles quieran pertenecer en el futuro a tal categoría. El consumo desbocado del cuerpo (fitness), los viajes, el culto desmedido a la imagen, las ropas, comporta que tales influencers sean “venerados como modelo a seguir”, adquiriendo una impronta «religiosa”. Sus “seguidores participan en la eucaristía digital”, las redes son las nuevas iglesias “el like es el amén; compartir es la comunión”.
El autor dedica un capítulo a las letales consecuencias que el dataísmo producirá, también sobre la propia democracia. Adopta así una posición dura frente a enfoques filosóficos más contemporizadores o constructivos (por ejemplo, los que aporta Daniel Innerarity). Su tesis es que detrás del imperio de los datos hay “un totalitarismo sin ideología”. La crisis del “hombre masa”, categoría acuñada por Le Bon, se concreta en que “el régimen de la información, en cambio, aísla a las personas”. Tal como señala: “el medio es el dominio”. Y, por tanto, parafraseando a Carl Schmitt, redefine su concepción del soberano, que ya no es quien decide el estado de excepción, sino “quien manda sobre la información en la red”.
Su tesis es que la sociedad digital se aleja del patrón de Orwell y se aproxima más bien al “mundo feliz” de Huxley. Nos encontramos en una “sociedad paliativa”, en la que todas las necesidades deben ser satisfechas de inmediato: “La gente está obnubilada por la diversión, el consumo y el placer. La obligación de ser feliz domina la vida”. Y, sin embargo, los desequilibrios psicológicos, las frustraciones, la percepción de abandono y la carencia de amigos reales o de una existencia mínimamente satisfactoria (que puede conducir a situaciones límite), abundan por doquier; especialmente entre jóvenes y no tanto. Paradojas de la era digital, que toda es tan bonita, como nos la pinta incluso en cuñas radiofónicas quien antes llevó una cruzada contra sus excesos. La conclusión es muy obvia para el autor: “los followers, los nuevos súbditos de los medios sociales se dejan amaestrar por sus inteligentes influencers (que arrastran centenares de miles o millones de seguidores) para convertirse en ganado consumista. Han sido despolitizados”. La política pierde espacio, cuando parecía que lo podía ganar: se desvanece.
Los efectos de la infodemia sobre la ciudadanía son letales: “La creciente atomización y narcisificación de la sociedad nos hace sordos a la voz del otro. También conduce a la pérdida de la empatía”. Tal como concluye: “Hoy todo el mundo se entrega al culto del yo” (solo hace falta darse un paseo por las redes sociales para confirmarlo): el narcisismo digital crece cada día y se convierte, sorprendentemente, en uno de los principales motivos por los que muchas personas acuden a las redes: “Todos los individuos se representan y reproducen a sí mismos”.
La política en la sociedad digital.
Byung-Chul Han intenta enfocar el problema desde la concepción de la democracia. Sin embargo, en esta reseña me interesa destacar más las consecuencias que con este demos, antes citado, se debe construir la política en la era digital. No será fácil, pues todo ha cambiado y más cambiará aceleradamente en los próximos años. El espacio digital es caldo de cultivo de esta pandemia populista que ahora nos invade. Como señala el autor, el tsunami digital se ha apoderado también de la política: “La democracia está degenerando en infocracia”. Pero lo más relevante es que, por un lado, “los medios de comunicación electrónicos destruyen el discurso racional determinado por la cultura del libro”, produciendo mediocracia (aunque el libro en papel aún goza de cierta vitalidad, si bien posiblemente descendente: muy pocos jóvenes tienen hábitos lectores más allá de las pantallas). La política (un argumento que ya esbozó Han en otros términos en libros anteriores) se convierte en una teatrocracia. La política es sobre todo escenificación: “Lo que cuenta ahora no son los argumentos, sino la performance”. Más contundente aún: “La política pierde así toda su sustancia y se ahueca así en una política telecrática de imágenes”, tributaria en buena medida de una comunicación falseada, guiada por un frenesí (hay que estar todo el día y a todas horas activo digitalmente en las redes sociales, sino dejas de existir) “que ahora adopta formas adictivas y compulsivas, y atrapa a las personas en una nueva inmadurez”. Con ello, construir discurso políticos racionales es tarea efímera.
El autor se acompaña en su relato argumental de Habermas, como ya lo hiciera en innumerables ocasiones anteriores. Tal como expone, “la esfera pública se desintegra en espacios privados”, pues la atención de la ciudadanía -salvo momentos puntuales y siempre anecdóticos- “no se centra en cuestiones relevantes para la sociedad en su conjunto”. Se busca siempre “el atractivo de la sorpresa”. La información es un torbellino, incontrolable; que hace imposible materialmente detenerse en su análisis, lo que afecta al plano cognitivo con consecuencias muy graves tanto individuales como colectivas (el estado cognitivo se encuentra en constante inquietud): “La necesidad de la aceleración inherente a la información reprime las prácticas cognitivas que consumen tiempo, como el saber, la experiencia y el conocimiento”. Esto está sucediendo ya hasta en el sistema educativo oficial, que producirá individuos con aparente autoestima, pero estresados, ignorantes y frustrados. El populismo anida fácil en ese hábitat. Como expuso Rosanvallon, está por construir aún «la personalidad populista», pero esta se retroalimenta de las redes, «de las pasiones, emociones, cóleras y miedos». Todas esos impulsos, a veces primarios,sustituyen al conocimiento y a la razón. La Ilustración entre en barrena. Se anuncia su final. Su vigencia fue breve, como la de la propia verdad.
La racionalidad está en franca retirada, cotiza a la baja en la sociedad de la información. Todo lo más se recurre a la inteligencia, que solo busca soluciones prácticas o éxitos a corto plazo. Ya no hay lugar para la el discurso ni para la deliberación (si es que alguna vez realmente lo hubo, y no fue más bien una excusa elitista o de soluciones participativas que rara vez funcionaron). Todo ello afecta a la verdad, que tampoco cotiza en esta sociedad de fake news, realidad a la que el autor dedica el último capítulo de su obra.
Las redes sociales no han incrementado la cultura democrática ni la participación ciudadana. Más bien están distorsionando el papel que tiene la ciudadanía en una sociedad democrática. Tal como dice Han, sin la presencia del otro, mi opinión no es discursiva, no es representativa, sino autista, doctrinaria y dogmática”. Las redes han contribuido, en efecto, a que el populismo, de izquierdas y de derechas (aunque hoy en día esté presente en todas las fuerzas políticas) haya echado raíces fuertes. Se impone el el mensaje básico, se rechaza la complejidad. Ya lo expuso Tocqueville premonitoriamente: «Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá siempre más presencia efectiva en el mundo que una idea verdadera y compleja». Hay, además, una clara “expulsión del otro”, lo que implica (si es que antes lo había) “el fin del discurso”. Solo hay “infoburbujas autistas” que impiden la comunicación fuera de ellas. Solo las cámaras eco funcionan; nadie penetra en los espacios del otro, solo los fieles y seguidores. La política se atrinchera en fortines digitales inexpugnables. El sectarismo, el populismo y la polarización tienen, así, su nicho adecuado para expandirse.
El discurso, concluye el autor, “es así sustituido por la creencia y la adhesión”. Las tribus digitales dominan ese espacio. La democracia como comunidad de oyentes desaparece. No obstante, cabe preguntarse si ello fue siempre así; sí la escucha en política no ha estado habitualmente ligada a los creyentes y adheridos (o votantes). Lo que puede haber, y se trata de una opinión personal, es tal vez un incremento exponencial de esa configuración tribal que las redes han multiplicado, sobre todo en la medida en que aparentemente dan a una ciudadanía sobrecargada de información y, no pocas veces, carente de criterio o conocimiento básico, la oportunidad de opinar, polemizar, denunciar, insultar, agredir o manifestar odio, con carácter general, sin distingos. Banco apropiado para que el discurso simplista, ignorante o sectario, arraigue con fuerza.
Por tanto, se impone -como también subraya Rosanvallon- la política negativa y la moral del hartazgo o el asqueo. En la era digital, como la califica Jeffrey Sachs, tendremos mucha más información, dispondremos de innumerables datos al servicio de la sociedad (también de la vigilancia), pero la política y la calidad de nuestras instituciones parece estar perdiendo sus esencias, en favor de una política populista que ha encontrado en el medio digital su lugar natural, así como el espacio para fomentar una comunidad cerrada basada en las frustraciones y en el rechazo. La política ha iniciado un largo camino hacia su deconstrucción existencial. Y solo es el principio. Se observa con nitidez en la acción destituyente (Rosanvallon) que la política populista tiene ante las instituciones. Pero eso, para otro día.
FUENTE: https://rafaeljimenezasensio.com/2022/05/15/infocracia-ciudadania-y-politica-en-la-era-digital/